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miércoles, 30 de diciembre de 2009

Oliver North y los pequeños negocios de la guerra


Oliver North

Tras desembarcar el 22 de junio de 1898 por la playa de Daiquirí, en el oriente de la isla, una vez que las tropas cubanas habían limpiado de fuerzas españolas la zona, el Quinto Cuerpo del Ejército de los Estados Unidos comenzó una campaña terrestre desastrosa y predestinada a la más humillante de las derrotas.

Fuerzas de caballería que tuvieron que pelear a pie, porque sus caballos no fueron embarcados; artillería de sitio que no fue usada en los combates porque no se sabía en cuáles de los casi 50 buques del convoy se hallaba; fusiles anticuados y proyectiles con pólvora negra que por el humo delataban la ubicación de los combatientes; escasez crónica de alimentos y medicinas que jamás fueron desembarcados; tropas y mandos mal cohesionados y peor dirigidos por un inepto general Shafter cuya obesidad lo mantuvo postrado; soldados vestidos con gruesos uniformes de invierno bajo el sol arrasador del trópico, enjambres de turistas, observadores militares extranjeros, bandas de música y 130 reporteros que entorpecían la marcha, y para colmo, una encarnizada resistencia española que solo en los combates del 1 de julio en San Juan y El Caney puso fuera de combate, por heridas o la muerte, al 10% de todas las fuerzas expedicionarias.

Pero, tanto por haber sido abandonados a su suerte los valientes soldados españoles de la ciudad sitiada, como por la inestimable ayuda de los cubanos, las tropas de Shafter lograron la capitulación de sus enemigos y entraron el 17 de julio a la urbe, no sin antes prohibirlo a los aliados de la víspera. Y cuando la bandera norteamericana fue izada en el edificio del Ayuntamiento, pareció como si se hubiese escuchado el disparo de arrancada para el maratón escenificado por una nube de voraces negociantes, atracadores y vulgares ladrones de todas las condiciones, desde generales graduados en West Point hasta rough riders de Teddy Roosevelt, cuya misión no era traer libertad a los cubanos, sino arramblar con la mayor cantidad posible del botín de guerra.

Aquellos pequeños negocios de la guerra que esquilmaron los restos de las propiedades de los santiagueros y los hicieron cambiar relojes de oro, peinetas, mantillas y joyas por las galletas y las latas de conservas que los salvaron de una muerte segura, y que se suponía eran “ayuda humanitaria”, no corrieron mejor suerte que las mercancías de tiendas y joyerías, ni las propiedades del gobierno español, incluyendo los bancos, las obras de arte, el armamento y hasta la corteza de la ceiba a cuya sombra se firmó el armisticio. Todo fue objeto de compra, venta y trueque. Así se resarcieron por sus sufrimientos y heridas los peces pequeños del cardumen imperial. Como es lógico, las grandes tajadas del conflicto se la llevaban los grandes tiburones, esos sombríos atizadores y beneficiarios de la guerra misma, y sin pisar los campos de batalla ni sufrir sus horrores.

No puedo menos que pensar en esos pequeños negocios inmorales que casi toda guerra hace girar en su órbita, especialmente las guerras imperialistas, y que solo en Iraq se han expresado en el saqueo de palacios, museos, bibliotecas y sitios arqueológicos, en el tráfico de cigarrillos, gasolina y armas, en el auge de la prostitución, en la venta clandestina de bebidas alcohólicas y drogas, elevando a niveles de locura los mismo fenómenos descritos por Curzio Malaparte en sus novelas italianas de postguerra, durante la ocupación del país por tropas de “libertadores” norteamericanos. Y claro, no hay nada nuevo en esto, salvo la sofisticación y profundidad del despojo y el nivel y alcance del involucramiento de los corruptos, mucho más cuando una buena parte de la guerra se ha privatizado, eximiendo a sus participantes de cumplir ni siquiera las más elementales reglas de conducta.

Un personaje que se ha lanzado de lleno a nadar y pescar en estas aguas revueltas y pestilentes de las dos guerras que libran los Estados Unidos en Iraq y Afganistán, y que consumen diariamente más de 400 millones del presupuesto de la nación, es aquel visionario fanatizado, llamado en clave “The Hammer” (El Martillo), y que emergió a la luz, ante la mirada incrédula de sus conciudadanos, durante las audiencias del escándalo Irán-Contra en la era de Ronald Reagan. En rigor, ¿debe asombrar a alguien que aquel teniente coronel de Marines llamado Oliver North, alto cargo del Consejo de Seguridad Nacional, quien idease y organizase la red ilegal de financiamiento a los contras nicaragüenses, que compraban armas con el producto del tráfico de cocaína en los propios Estados Unidos, reaparezca ahora promoviendo una iniciativa navideña que le ha de dejar, sin dudas, no pocas ganancias con las que resarcir sus desvelos patrióticos?

Townhall. Com, ese portal electrónico mediante el cual los ideólogos del neoconservatismo hacen la guerra al gobierno de Obama, descalifican a los científicos que denuncian el deterioro del medio ambiente, atacan las series de documentales televisivos donde se da voz al pueblo norteamericano, o simplemente calumnian a cualquiera, a través de los alaridos histéricos de Ann Coulter o Michelle Malkin, es el canal mediante el cual el inefable Mr Hammer machaca ahora, con consignas navideñas y su inconfundible sonrisa de avispado viajante de comercio, no a sandinistas o partidarios de la revolución iraní, sino… a los bolsillos del ciudadano norteamericano.

El “Mensaje navideño del teniente coronel Oliver North”, publicado el pasado 25 de diciembre, no tiene desperdicio, y ha de figurar, por derecho propio, en cualquier enciclopedia de la estafa y el tumbe. Dirigido a “los queridos patriotas estadounidenses”, como llama a los que supone sean sus lectores habituales, se inicia con la historia del teniente Dan, que perdió sus piernas por una explosión, cerca de Kandahar, en la frontera con Pakistán, y de cuyo heroísmo fue testigo el propio North, durante uno de sus 16 raids noticiosos para la derechista Fox News, con el objetivo de “reportar la guerra contra el terrorismo islámico radical”. Tras preparar a sus futuras víctimas con el recuento, un tanto incómodo para el secretismo del Pentágono, de que en los últimos tres meses, solo en Afganistán, han sido heridos más de mil soldados norteamericanos y que otros doce mil se hallan en fase de recuperación en los llamados Warrior Transition Units ubicados en las bases militares, North se lanza al ruedo y, sin atisbo de remordimiento alguno, pasa jubilosamente el cepillo.

“Ellos y sus familiares han hecho enormes sacrificios por nosotros-escribe esta versión del Santa Claus de los neocons-… son héroes que han abandonado sus hogares y se arriesgan por mantener segura, fuerte y libre a nuestra nación.” Ante las muestras de altruismo del mismo ejército que libra una guerra como la de Iraq, en la que se contabilizan ya más de 1,3 millones de muertos, nada significa que el ciudadano norteamericano común, sentado en su casa ante el agradable fuego de la chimenea y junto al arbolito de Navidad, exprima un poco su billetera, y en patriótico gesto haga “generosas donaciones en efectivo y libres de impuestos”, como las reclama este filántropo ejemplar, para adquirir y enviar regalos a los soldados y sus familiares. El volumen del negocio y las ganancias pueden adivinarse por los datos de la misma operación, ejecutada ya el año anterior: más de 5 mil envíos a través de la Freedom Alliance de la que North es, casualmente, fundador y Presidente de Honor.

¿Sorprendería a alguien si después del discurso claudicante del Presidente Obama en Oslo, al recibir el Premio Nobel de la Paz, y que marca la capitulación definitiva del pacifismo liberal-burgués ante las razones cínicas del militarismo guerrerista del Imperio, veamos emerger a Mr Hammer como presidente de alguna trasnacional de carga aérea, tipo Federal Express o DHL, a la que se otorgue el monopolio del envío de chucherías y pacotilla a los guerreros que se encuentren peleando en los “oscuros rincones del planeta”?

No sería nada novedoso tampoco, sino un digno regreso a sus propios orígenes creativos. Un nuevo pase de manos de quien usó dinero de los contribuyentes de su país para pagar a gentuza como Michael Palmer, el Rey de la marihuana, por llevar “ayuda humanitaria” a los contras, o que propuso cínicamente en 1984 a dos agentes de le DEA, entregar un avión y 1,5 millones de dólares incautados al Cartel de Medellín para apoyar la santa causa de la libertad en Centroamérica.

Vale la pena recordar los antecedentes de este caradura de campeonato, quien después del escándalo Irán- Contra, aún tuvo valor para aspirar a un escaño como senador por Virginia. Se necesitan para entender el alcance lucrativo, hipócritamente santurrón y falsamente patriótico, de sus más recientes villancicos navideños. “Todas estas operaciones encubiertas-denunció en octubre de 1996 Peter Kornbluth, analista principal del National Security Archive, al declarar en una audiencia congresional dedicada a investigarlas- dirigidas contra nebulosos enemigos foráneos, han regresado a casa para golpear a los mismos ciudadanos norteamericanos cuya seguridad se decía estar protegiendo… Estos escándalos nos brindan la oportunidad de que el pueblo norteamericano pueda protegerse de sus protectores”.

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