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domingo, 6 de mayo de 2012

Tomás en la memoria

Gioconda Belli (*)

SAN FRANCISCO - Acaba de morir Tomás Borge. Recién sale en los cables la noticia. El silencio después de que se anunció que estaba muy mal en el Hospital Militar, lo presagiaba. La última vez que vi a Tomás fue en el Festival de Poesía de Granada en 2010. Caminaba en la calle y nos saludamos. Nunca me salió hacerle desaires, a pesar de que políticamente la división entre “Danielistas o no”, nos situaba en aceras separadas. Pero quizás nunca creí que, honestamente, hubiese cambiado mucho. Era el mismo de siempre; el mismo Tomás, sobreviviendo; el mismo Tomás pero otro, como todos los que pasamos por los mismos entuertos. A unos nos cambió de una manera, a otros de otra. Cada uno de nosotros aferrado a la verdad o justeza de “su” manera.

A quienes absolverá la historia o no, está por verse. El ya no vivió para verlo. Posiblemente yo tampoco lo vea. Lo que me queda de Tomás es un recuerdo de cariño. Nunca pude sentir por él desprecio u odio, ni la autoridad para recriminarlo porque, en el fondo de mi alma, entendía su necesidad de no quedarse solo, de seguir siendo quien era en el FSLN, aún si eso representaba convertirse en una figura para quien la Historia debía suplir un presente insuficiente con los méritos del pasado.

Estoy segura que Tomás amó la idea de la Revolución tanto como cualquiera de los que vivimos para hacerla y verla triunfar. ¿Quién puede, de quienes vivimos esa época, decir que llegó a vivir y ser el ideal de persona que soñó? Por ser un líder y estar en la mira, las debilidades de Tomás fueron quizás más evidentes; pero también lo fueron sus gestos magníficos. El quiso rodearse de arte, de poesía; quiso a los poetas, a los escritores. Cortázar, Galeano, Gelman, fueron héroes suyos. Y en su casa atendió a Benedetti, y hasta a Vargas Llosa, a Graham Greene, a Nélida Piñón. Tomás Borge quiso ser poeta, quiso ser escritor. No importa si al reeditar La Paciente Impaciencia, cambió las historias de sus amigos para negarles lo que en su época heroica les reconoció. Así era él: contradictorio. Ni buen, ni mal ejemplo; era un hombre con sus pasiones y sus maldiciones. Y así vivió.

Como habría dicho mi amigo Róger Pérez de la Rocha, inútil querer “pasarlo en limpio”. Tomás era un micro-cosmos del ser nicaragüense, del pasado y el presente y del poco futuro que hemos alcanzado. Nacido un 13 de Agosto, como Fidel Castro, Tomás era del signo Leo del horóscopo. “El Leo no camina, desfila”, decía un perfil que alguna vez le leí, riendo por lo bien que lo describía porque él jamás pudo ser incospicuo; él se hacía notar fuera como fuera, y le gustaba que lo vieran y que lo reconocieran y le gustaba mostrar y demostrar que él era un hombre especial, diferente. Seguramente habrá soñado alguna vez con ser una suerte de versión del Che. Su frase aquella “implacables en el combate y generosos en la victoria”, una frase que dijo en una de las primeras comparecencias como Dirección Nacional a pocos días del triunfo, quedó resonando en la memoria colectiva como una frase de alguien de la estatura del Che.

Muchas de sus frases felices nos acompañan y nos seguirán acompañando porque él tenía inspiración y tenía pasión. Cuando él hablaba en la Plaza de la Revolución, la gente se emocionaba. Tomás fue el gran orador silenciado de la Revolución y se le negó la tribuna porque desde ella él podía hacerse amar y eso era peligroso para quienes querían autoridad, pero no poseían el encanto para forjársela. Y así fue que, con el tiempo y el ministerio complejo que se le asignó, Tomás fue pereciendo como figura. La crueldad de la historia y de sus compañeros fue asignarle el papel de represor a quién hubiese brillado como benefactor, como líder apasionado de ideas hermosas.
Pero él nunca dejó de insistir en ser quién habría querido ser. Se escabulló como pudo por entre el tejido cerrado que le pusieron como freno y con sus amigos fue dulce y generoso y loco también porque él tenía su lado de duende, su lado cómico, su lado de muchacho bandido, de barrio; su lado enamorado. Hoy día en que se anuncia su muerte, quiero decir cuánto lo quise, a pesar de cuánto también lamenté lo que en su momento me pareció una claudicación de su espíritu caballeresco, de su rebeldía natural. Pero no soy quién, ni me interesa juzgarlo. Fui su amiga y hoy lloro su muerte como cualquiera de los tantos que lo quisieron.

(*) Escritora nicaragüense

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