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martes, 27 de enero de 2015

Una prisión verde con aroma a melaza de caña



José apenas cumplió los 18 años de edad, pero todas las madrugadas, a las 3:00 am., el bus amarillo viene pitando por él para llevárselo a la zafra.
Él vive con sus padres y 6 hermanos, en el catón Cancín, Municipio de Santo Domingo, Departamento de Suchitepéquez, a 165 Km al sur oeste de la ciudad de Guatemala.

Su madre, quien apenas se acostó hace 4 horas atrás, debe levantarse a las 2:00 am. para prepararle el café, el desayuno y el almuerzo. Ella ya no volverá a la cama. Tiene que aprovechar la poca agua racionada que cae sólo por la mañana para lavar nuevamente la ropa que el día anterior ensució el hollín que en estos tiempos de zafra llueve del cielo. Luego, tiene que barrer las cenizas del patio que siempre amanece como si cada noche los demonios hiciesen fiesta.

José, junto a sus decenas de compañeros jornaleros escuálidos, comienza a blandir el machete en el cañal a las 5:00 am. Comienza la jornada con su color natural, trigueño. Pero, para las 11:00 am., cuando pareciese que en aquella atmósfera con olor a melaza penetrante se hubiese desatado el calor del infierno, el hollín de la zafra lo transforma en un negro rendido con facciones mayas y mirada triste.

A eso del mediodía, en cuclillas, bajo el sol abrazador, vigilado por el caporal, muerde presuroso las tortillas tiesas, su almuerzo. Si su energía y el machete lo acompañan, con buena suerte, a las 17:00 pm. terminará la tarea arbitraria que el caporal le asignó. Y a las 8:00 o 9:00 de la noche llegará a su casa. Allí, sólo su madre la espera. Los demás familiares, ya duermen.

Así transcurre la quincena en la zafra a cambio de 900 Q. ($120.00). Dinero que apenas ajusta para comprar los frijoles y el maíz, porque, ahora, su padre ya no encuentra tierra para alquilar y hacer millpa. Todo ha sido acaparado por los monocultivos. Eso sí. Todos los domingos la familia no falta a la Iglesia donde el pastor les habla sobre la mansedumbre, la humildad y la pobreza como una bendición divina para ganar el Reino de Dios.
En el patio de la casa de José aún quedan esqueléticos árboles frutales semi secos que se resisten a morir. Árboles que antes de la maldición del monocultivo de la caña daban abundante fruto. Las fumigaciones aéreas de las cañeras exterminaron los cítricos.

Por las noches, en épocas de la zafra, es casi imposible dormir en el barrio de José. Tractores y camiones gigantes ronronean frenéticos recogiendo los oscuros surcos de caña cortada y acumulada.

En esta prisión verde, todas las madrugadas amanece caliente y “con neblina”, y el sol se resiste a sonreír por el excesivo humo fijado por las cañeras en la atmósfera. Los ríos se encuentran contaminados y desviados de sus causes naturales para regar los desiertos verdes, sin que exista Ley que los regule. Las tierras de cultivo para la comida, prácticamente son inexistentes. Las zonas urbanas están rodeadas, por los cuatro lados, por los monocultivos. Una verdadera prisión verde.

Inés, hermana menor de José, de apenas 8 años, juega con su muñeca de trapo en el patio. Tiene el cabello jaspeado de color café. Dicen que es signo de las consecuencias del DDT que las algodoneras, en otros tiempos, fijaron en los suelos de esta zona, y que incluso años después continúa manifestándose en la salud humana.

Ella bebe agua contaminada, respira el aire gris con olor a melaza fermentada. Ve pasar el día bajo la lluvia del hollín que viene del cielo, y el ronroneo estridente de inmensos camiones jaulas. Ella no comerá los frutos del patio, como sí lo hicieron sus padres. Ella nunca más verá o escuchará decir de las tierras de la costa sur como “el paraíso terrenal que atrajo a mayas y extraños”. En esta prisión verde la trama de la vida está rota, y las esperanzas de sus “reclusos” son verdes como los monocultivos. 

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