En las recientes décadas
la cultura política de izquierda convirtió las elecciones en el
principal barómetro de su éxito o fracaso, de avances o retrocesos. En
los hechos, la concurrencia electoral se convirtió en el eje de la
acción política de las izquierdas, en casi todo el mundo.
Una realidad política nueva, ya que en tiempos no lejanos la cuestión
electoral ocupaba una parte de las energías y se considerada un
complemento de la tarea central, que giraba en torno a la organización
de los sectores populares.
Lo cierto es que la participación electoral fue articulada como el
primer paso en la integración en las instituciones (de clase) del
sistema político (capitalista). Ese proceso destruyó la organización
popular, debilitando hasta el extremo la capacidad de los de abajo para
resistir directamente (no mediante sus representantes) la opresión
sistémica.
Con los años la política de abajo empezó a girar en torno a lo que
decidían y hacían los dirigentes. Un pequeño grupo de diputados y
senadores, asistidos por decenas de funcionarios pagados con dineros
públicos, fueron desplazando la participación de los militantes de base.
En mi país, Uruguay, el Frente Amplio llegó a tener antes del golpe
de Estado de 1973 más de 500 comités de base sólo en Montevideo. Allí se
agrupaban militantes de los diversos partidos que integran la
coalición, pero también independientes y vecinos. En las primeras
elecciones en las que participó (1971), uno de cada tres o cuatro
votantes estaba organizado en aquellos comités.
Hoy la realidad muestra que casi no existen comités de base y todo se
decide en las cúpulas, integradas por personas que han hecho carrera en
instituciones estatales. Sólo un puñado de comités se reactivan durante
la campaña electoral, para sumergirse luego en una larga siesta hasta
las siguientes elecciones.
En paralelo, la institucionalización de las izquierdas y de los
movimientos populares –sumada a la centralidad de la participación
electoral– terminaron por dispersar los poderes populares que los de
abajo habían erigido con tanto empeño y que fueron la clave de bóveda de
las resistencias.
En el debate sobre las elecciones creo que es necesario distinguir tres actitudes, o estrategias, completamente diferentes.
La primera es la que defiende desde hace cierto tiempo Immanuel
Wallerstein: los sectores populares deben protegerse durante la tormenta
sistémica para lograr sobrevivir. En ese sentido, plantea que llegar al
gobierno por la vía legal, así como las políticas sociales
progresistas, pueden ayudar al campo popular tanto para acotar los daños
producto de las ofensivas conservadoras como para evitar que fuerzas de
ultraderecha se hagan con el poder estatal.
Este punto de vista parece razonable, aunque no acuerdo, ya que considero las políticas sociales vinculadas al
combate a la pobrezacomo formas de contrainsurgencia, con base en la experiencia que vivimos en el Cono Sur del continente. En paralelo, llegar al gobierno casi siempre implica administrar las políticas del FMI y el Banco Mundial. ¿Quién recuerda hoy la experiencia de la griega Syriza? ¿Qué consecuencias sacamos de un gobierno que prometía lo contrario?
Es evidente que focalizarse en que tal o cual dirigente cometieron
traición, lleva el debate a un callejón sin salida, salvo que se crea que con otros dirigentes las cosas hubieran ido por otro camino. No se trata sólo de errores; es el sistema.
La segunda actitud es la hegemónica entre las izquierdas globales. La
estrategia sería más o menos así: no hay bases sociales organizadas,
los movimientos son muy débiles y casi inexistentes, de modo que el
único camino para modificar la llamada
relación de fuerzases intentar llegar al gobierno. Esta situación ha mostrado ser fatal, incluso en el caso de que las izquierdas consigan ganar, como sucedió en Grecia y en Italia (si es que a los restos del Partido Comunista se les puede llamar izquierda).
Diferente es el caso de países como Venezuela y Bolivia. Cuando Evo
Morales y Hugo Chávez llegaron al gobierno por la vía electoral,
existían movimientos potentes, organizados y movilizados, sobre todo en
el primer caso. Sin embargo, una vez en el gobierno decidieron
fortalecer el aparato estatal y, por tanto, emprendieron acciones para
debilitar a los movimientos.
Siendo las experiencias estatales más
avanzadas, hoy no existen en ninguno de ambos países movimientos antisistémicos autónomos que sostengan a esos gobiernos. Quienes los apoyan, salvo excepciones, son organizaciones sociales cooptadas o creadas desde arriba. En este punto propongo distinguir entre movimientos (anclados en la militancia de base) y organizaciones (burocracias financiadas por los estados).
Una variante de esta actitud son aquellos movimientos que, en cierto
momento, deciden incursionar en el terreno electoral. Las más de las
veces, y creo que México aporta una larga experiencia en esta dirección,
al cabo de los años las bases de los movimientos se debilitan, mientras
los dirigentes terminan incrustados en el aparato estatal.
La tercera orientación es la que impulsa el Concejo Indígena de
Gobierno, que a mi modo de ver consiste en aprovechar la instancia
electoral para conectar con los sectores populares, con el objetivo de
impulsar su autoorganización. Lo han dicho: no se trata de votos, menos
aún de cargos, sino de profundizar los trabajos para cambiar el mundo.
Me parece evidente que no se trata de un giro electoral, ni que el
zapatismo haya hecho un viraje electoralista. Es una propuesta –así la
entiendo y puedo estar equivocado– que pretende seguir construyendo en
una situación de guerra interna, de genocidio contra los de abajo, como
la que vive México desde hace casi una década.
Se trata de una táctica que recoge la experiencia revolucionaria del
siglo XX para enfrentar la tormenta actual, no usando las armas que nos
presta el sistema (las urnas y los votos), sino con armas propias, como
la organización de los de abajo.
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