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viernes, 8 de diciembre de 2017

Esto no traerá paz a Israel; todo lo contrario




Robert Fisk


Palestinos que enfrentaban a soldados israelíes auxilian a un compañero herido durante las protestas en Ramalá, ayer, por la decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de reconocer Jerusalén como capital de IsraelFoto Afp


Me llamaron de una radioirlandesa de Dublín para conocer mi postura ante la decisión del presidente Donald Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel. ¿Qué pienso que ocurre dentro de la mente del presidente de Estados Unidos?, me preguntaron. No tengo la llave del asilo de lunáticos, respondí de inmediato. Lo que alguna vez pudo haber sido una absurda y exagerada declaración fue aceptada simplemente como una reacción normal a lo dicho por el líder de la principal potencia mundial. Al volver a escuchar el discurso que Trump dio en la Casa Blanca me di cuenta de que pude haberme expresado incluso con mayor libertad. Lo dicho en el documento es loco, descabellado, vergonzoso.

Adiós, Palestina. Adiós a la solución de dos estados. Adiós a los palestinos. Porque esta nueva capital israelí no es para ellos. Trump ni siquiera usó la palabra Palestina. Habló de Israel y los palestinos: en otras palabras, de un Estado y aquellos que no merecen –y no deben aspirar más– a un Estado.

No me sorprende haber recibido anoche la llamada desde Beirut de una mujer palestina que acababa de escuchar a Trump destruir el proceso de paz.

“¿Recuerdas El reino del paraíso?”, me preguntó en referencia a la gran película de Ridley Scott sobre la caída de Jerusalén en 1187. Bueno, pues ahora es el reino del infierno.

No es el reino del infierno. Los palestinos han vivido en una especie de infierno durante 100 años, desde que en la Declaración de Balfour, Gran Bretaña manifestó su apoyo a la patria judía en Palestina con una sola frase –misma que le da tanto orgullo a nuestra amada Theresa May– y que se volvió el libro de texto de los refugiados y de los futuros árabes palestinos desposeídos de sus tierras. Como siempre la respuesta árabe fue repugnante, al advertir de los peligros de la decisión de Trump, que fue injustificada e irresponsable, como dijo de manera insustancial el rey Salman, de Arabia Saudita, el así llamado protector de uno de los dos lugares más sagrados del islam (el tercero está en Jerusalén, pero no llegó a señalar este hecho). Podemos estar seguros de que en los próximos días instituciones árabes y musulmanas formarán un comité de emergencia para enfrentar el peligro. Y como bien sabemos, sus medidas no tendrán valor alguno.

Fue el análisis lingüístico de Noam Chomsky que aprendí cuando estaba en la universidad –después él y yo nos volvimos buenos amigos– el que apliqué al discurso de Trump. Lo primero que noté, como mencioné antes, fue la ausencia de Palestina. Siempre pongo esta palabra entre comillas porque no creo que jamás llegue a existir como Estado. Vayan y vean las colonias judías en Cisjordania y les quedará claro que Israel no tiene la intención de que éste exista en el futuro. Pero eso no es una excusa para Trump. Está presente el espíritu de la Declaración de Balfour, que se refiere a los judíos pero define a los árabes como comunidades no judías existentes en Palestina. Trump disminuyó aún más el nivel de los árabes de Palestina al llamarlos simplemente palestinos.

Desde el principio comienzan las artimañas. Trump habló de una manera fresca de pensar y  nuevos enfoques. Pero no hay nada nuevo sobre Jerusalén como la capital de Israel, dado que los israelíes han insistido en esto durante décadas. Lo que es nuevoes que para el beneficio de su partido, los cristianos evangélicos que afirman apoyar a Israel desde Estados Unidos, Trump simplemente ha dado la espalda a cualquier noción de justicia en las negociaciones de paz y echado a correr con la pelota de Israel.

Presidentes anteriores han tomado medidas para postergar la adopción de la Ley del Congreso para Jerusalén de 1995 no porque retrasar el reconocimiento de Jerusalén promueva la causa de la paz, sino porque tal reconocimiento debe ser otorgado a una ciudad como capital de dos pueblos y dos estados, no sólo uno.

Luego Trump nos dice que su decisión es lo mejor para los intereses de Estados Unidos. Sin embargo, no logra explicar cómo al retirar a Estados Unidos de hecho de las futuras negociaciones de paz y destruir la aseveración (que ahora es más dudosa que nunca) de que Estados Unidos es un facilitador honesto de estas pláticas) puede beneficiar a Washington.

Claramente no lo hará (aunque seguramente ayudará al partido de Trump a recaudar fondos), pero disminuye el prestigio y la posición de Estados Unidos en todo Medio Oriente. Además, asegura que como cualquier otra nación soberana, Israel tiene derecho a determinar cuál es su capital. Hasta cierto punto, lord Copper. Cuando otro pueblo –los árabes más que los judíos– también reclaman a dicha ciudad como su capital (al menos la parte este de la misma), dicho derecho queda suspendido hasta que llega a existir una paz final.

Israel podrá reclamar a Jerusalén como su capital eterna y sin divisiones –de la misma manera en que Netayahu afirma que Israel es el Estado judío a pesar de que más de 20 por ciento de su población es de árabes musulmanes que viven dentro de sus fronteras– pero el reconocimiento de Estados Unidos de esta aseveración implica que Jerusalén jamás podrá ser capital de ninguna otra nación. Ahí está el punto de fricción. No tenemos ni la más mínima idea de las verdaderas fronteras de esta capital. Trump de hecho ha admitido esto en una frase que fue casi del todo ignorada, cuando dijo: “no estamos tomando una posición (…) sobre las fronteras específicas de la soberanía israelí sobre Jerusalén”. En otras palabras, reconoció la soberanía de un país sobre toda Jerusalén sin saber exactamente la delimitación de dicha ciudad.

De hecho, no tenemos la menor idea de dónde está la frontera este de Jerusalén. ¿Está acaso a lo largo de la vieja línea fronteriza que dividía a Jerusalén? ¿Se encuentra a unos dos kilómetros de distancia al este de Jerusalén oriental? ¿O está a lo largo del río Jordán? En ese caso, adiós a Palestina. Trump le ha otorgado a Israel el derecho sobre toda la ciudad como su capital sin tener la más pálida idea de dónde está la frontera este del país, ya no digamos la frontera de Jerusalén.

El mundo estuvo contento de aceptar a Tel Aviv como capital temporal de la misma forma en que se hizo como que Jericó o Ramalá eran la capital de la Autoridad Nacional Palestina después de que Arafat llegó ahí. Pero no se iba a reconocer Jerusalén como capital israelí aunque Israel la reclamara como tal.

Entonces, cuando Trump comenzó su más exitosademocracia, afirmó que la gente de todas las creencias es libre de vivir y venerar según su conciencia. Confío en que no vaya a decirle eso a los 2 millones y medio de palestinos de Cisjordania que no son libres de entrar a Jerusalén para ejercer su religión sin un pase especial, o a la sitiada de Gaza que ni siquiera tienen esperanzas de llegar a la ciudad santa.

Pese a todo, Trump proclama que su decisión no es más que reconocer la realidad. Supongo que su embajador en Tel Aviv –quien presumiblemente se mudará a Jerusalén aunque sea a una habitación de hotel– se cree esta patraña, porque fue él quien aseguró que Israel tiene bajo ocupación sólo 2 por ciento de Cisjordania.

Esa nueva embajada, cuando se complete, se convertirá en un magnífico tributo a la paz según Trump. Viendo los búnkers en que se han convertido la mayoría de las embajadas estadunidenses en Medio Oriente, será un lugar rodeado de rejas blindadas y paredes de concreto reforzado en cuyo interior habrá pequeños búnkers para el personal diplomático. Pero para entonces Trump ya se habrá ido (...) ¿o no?

Como de costumbre, nos enfrentamos a uno de los revoltijos de Trump. Quiere un gran acuerdo para los israelíes y palestinos, un acuerdo de paz que sea aceptable para ambas partes, pese a que esto no es posible ahora que él le concedió la totalidad de Jerusalén a Israel como su capital antes de que existieran las conversaciones sobre el estatus final que el mundo aún tiene la esperanza de que ocurra entre ambas partes. Pero si Jerusalén es uno de los temas más sensibles de estas pláticas, si iba a haber desacuerdo y disenso sobre su anuncio –todo lo cual él admitió– entonces ¿para qué demonios tomó la decisión?

Para cuando cayó en la verbosidad estilo Blair, diciendo que el futuro de la región se ha postergado por el derramamiento de sangre, la ignorancia y el terror, el discurso de Trump se volvió ya insoportable porque nadie tiene estómago para semejante cantidad de mentiras.

Si se supone que la gente va a responder al desacuerdo con un debate razonado y no con violencia ¿cuál es el objetivo de reconocer a Jerusalén como capital de Israel? ¿Promover un debate, por todos los cielos? ¿Es eso lo que quiso decir cuando habló de “repensar viejas suposiciones?

Pero ya fue suficiente de estas tonterías. ¿Qué nueva temeridad se le puede ocurrir a este miserable para decir más mentiras? ¿Qué pasaba por su mente confusa cuando tomó esta decisión? Claro: quiere cumplir sus promesas de campaña. Pero ¿cómo es que puede cumplir su promesa y no fue capaz, en abril pasado, de decir que la matanza masiva de millón y medio de armenios en 1917 constituyó un acto de genocidio? Seguramente porque temió molestar a los turcos, quienes niegan el primer holocausto industrial del siglo XX. Bueno, pues los turcos están muy molestos ahora. Quiero pensar que tomó eso en consideración.

Pero olvídenlo. El hombre está loco. Y le va a tomar muchos años a su país recuperarse de su último acto de insensatez.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

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