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jueves, 18 de enero de 2018

Deportación de salvadoreños


Claudio Lomnitz

La semana pasada el presidente de Estados Unidos anunció que cortaría las visas, conocidas como Temporary Protected Status, que le fueron conferidas a alrededor de 200 mil salvadoreños en 2001, a raíz de la guerra civil y los terremotos que sufrió esa nación. La decisión no podría ser menos responsable ni más cruel.
Los artículos que se han publicado en defensa de los salvadoreños en la prensa estadunidense hacen hincapié en la separación de familias, y en la injusticia que hay en deportar personas que han llevado una vida de trabajo perfectamente honrada. No les falta razón, claro. Como se trata de migrantes que llevan 20 años en Estados Unidos, muchos tienen hijos que nacieron allí. Dadas las condiciones sociales y económicas en El Salvador, habrá muchos que prefieran dejar a sus hijos en Estados Unidos, aunque estén pequeños, que arriesgarlos a un regreso totalmente incierto a El Salvador. Se entiende bien el dilema, si consideramos un poco la situación a la que regresarán estos trabajadores, si en verdad consiguen echarlos.
El Salvador tiene una población aproximada de 6.3 millones de habitantes, de modo que una oleada de 200 mil repatriados representaría un aumento poblacional de más de 3 por ciento de la noche a la mañana. Para absorberlos, habría que crear un número de empleos proporcionalmente enorme: en términos relativos, sería como si a México llegaran de zopetón más de 3 millones de repatriados. ¿Dónde emplearlos? Oficialmente, El Salvador tiene una tasa de desempleo de alrededor de 7 por ciento, pero esa cifra no refleja correctamente la situación (recordemos que la tasa oficial de desempleo de México es alrededor de 3.9 por ciento). La realidad es que El Salvador es un país en que prevalece el subempleo, y el migrante repatriado se encontrará en una situación precaria ante el subempleo, porque tendrá que hacer gastos extraordinarios, como poner casa, encontrar un nicho social y económico, etcétera.
Luego, además, está el tema de las remesas. El Salvador es el segundo país de América más dependiente de las remesas (después de Haití), que representan 16.5 por ciento de su PIB. Doscientos mil migrantes vienen siendo alrededor de 10 por ciento del total de los salvadoreños que residen en Estados Unidos; su deportación significará una reducción del PIB de abajito de 2 por ciento, justo cuando la economía tendría que ofrecer empleo a los expulsados. La deportación provocará una contracción de la economía local y, por tanto, un aumento en el desempleo, exactamente en el momento en que tendría que absorber a los expatriados.
Todo esto indica que el decreto de Donald Trump –porque fue eso, un decreto– tendrá efectos sociales importantísimos en El Salvador, aunque sean difíciles de predecir en detalle. ¿Cómo serán recibidas esos miles de personas, que tienen 20 años de vivir fuera de sus pueblos y ciudades de origen? ¿Serán vistos como propios o como extraños? No lo sabemos. Esperemos que haya para ellos mucha solidaridad –imagino que la habrá–, pero tampoco faltará quienes vean en su llegada la oportunidad de venderles todo caro, y de quitarles lo que se pueda de lo que traigan ahorrado.
Vale recordar que un segmento importante del hampa en El Salvador, las famosas maras, nació justamente a partir del movimiento trasnacional entre Estados Unidos y El Salvador: los jóvenes que llegaron a Estados Unidos en el contexto de la guerra civil fueron enviados a secundarias y preparatorias de zonas urbanas muy pobres, donde sufrían ataques de las pandillas prexistentes, por lo que formaron las suyas propias, especialmente violentas por lo mucho que tenían que defenderse. El pandillerismo de las maras llevó a que sus jóvenes integrantes se hicieran luego blanco de las políticas de deportación, y muchos fueron repatriados. Al llegar a El Salvador no había trabajo para ellos ni programas robustos de reinserción social, por lo que los jóvenes se incrustaron como un elemento persistente del crimen organizado, donde han funcionado también de carne de cañón de los grandes cárteles mexicanos y colombianos. Los deportados que ahora regresen de Estados Unidos no son jóvenes, ni sería lógico que se incorporaran a las maras, pero muy posiblemente se conviertan en blancos para las extorsiones de grupos como esos.
A todo este desastre, hay que agregar el sabor amargo que deja la franca ingratitud del Estado ante la labor constante, legal, y honesta de esos 200 mil migrantes, que han entregado décadas de labor productiva, muy frecuentemente en trabajos duros y mal pagados: sólo 8 por ciento de los migrantes salvadoreños a Estados Unidos tiene título universitario, y apenas la mitad cubrió el equivalente a la preparatoria. Y es a esta gente trabajadora a la que van a echar del país, como quien avienta basura.
Hay, afortunadamente, una fuerte reacción en Estados Unidos contra el decreto de expatriación de Donald Trump. Incluso políticos republicanos, como Jeb Bush, han escrito y firmado contra la medida. Veremos si se les deporta o no. Mientras, el caso salvadoreño deja entrever otra tarea para el México actual. Importaría ordenar un poco nuestros asuntos, para poder comenzar a invertir seriamente en los países de América Central, que requieren de verdad de nuestro apoyo.

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