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domingo, 4 de febrero de 2018

Más allá de Rafael Correa


Guillermo Almeyra

En pajarito solo es sólo un pajarito, pero si se juntan cinco comienza una bandada y hay que explicar entonces cuál es la razón del cambio. Atribuirlo a la casualidad o a causas diferentes y particulares en el caso de cada pajarito no es muy serio. Si el kirchnerismo se derrumba, si al mismo tiempo puede triunfar el golpe parlamentario del vicepresidente de Dilma Rousseff y aliado del PT, si en Venezuela se pasa del chavismo que quería destruir el Estado y construir uno popular al bonapartismo abierto de Nicolás Maduro, totalmente dependiente de las fuerzas armadas y de la represión estatal, si Rafael Correa nombra vicepresidente y después hace elegir como presidente ecuatoriano a Lenin Moreno y entra posteriormente en conflicto con éste, algo en común existe entre estos procesos más allá de las características propias de los protagonistas de cada proceso.
Eso es lo que deberían investigar quienes dijeron que la lucha por imponer la candidatura de Lenin Moreno era la batalla de Stalingrado (o sea el combate decisivo contra el nazismo) y ahora sostienen que Moreno es un traidor.
Con el fin del periodo de los altos precios petroleros y de las vacas gordas comenzó el principio del final de los gobiernos progresistasque pretendían reformar el capitalismo en sus respectivos países e incluso crear mediante el aparato estatal una burguesía nacional que les diera una base para lograr mayor espacio económico y político frente a las trasnacionales.
Durante el periodo de prosperidad para los países exportadores de materias primas, ellos acentuaron ese carácter profundizando así la inserción neocolonial en el mercado mundial y desarmaron y desmovilizaron a las bases sociales que hubieran permitido –y que permitirán– una alternativa no capitalista.
Todos esos gobiernos eran progresistas con respecto a los gobiernos dictatoriales u oligárquicos anteriores, pero conservadores y reaccionarios frente a los movimientos de masa que los habían llevado al poder. Fueron la guerra del agua y la guerra del gas las que expulsaron a los proimperialistas e impusieron la Asamblea Constituyente y las elecciones en las que triunfó Evo Morales. Fue la rebelión popular de diciembre de 2001 la que impuso en Argentina al desconocido gobernador menemista de Santa Cruz, Néstor Kirchner. El Caracazo movilizó al militar Hugo Chávez y la resistencia popular al golpe de Estado triunfante lo afirmó, radicalizó y le cambió la visión política.
Las huelgas metalúrgicas paulistas crearon al PT y a Lula. La revolución ciudadana contra el gobierno militar de Lucio Gutiérrez fue el poder detrás de Rafael Correa.
Pero las masas que pusieron a esos dirigentes en los gobiernos no tenían ni independencia política, ni organización y objetivos claros y tuvieron que delegar su poder a dirigentes improvisados y transitorios. Éstos se aferraron al Estado y se creyeron los creadores de todo, nuevos demiurgos. Al mismo tiempo se sintieron irremplazables y designados por el Destino como dirigentes de sus países, identificaron su propia figura con la del Estado y sometieron los movimientos de masa que les dieron el gobierno al Estado (que seguía siendo capitalista y dependiente).
Así frenaron la posibilidad de alternativas anticapitalistas institucionalizando y burocratizando a las organizaciones y movimientos nacidos de las luchas (como en Argentina o Bolivia) para encerrarlos en el juego parlamentario y corromperlos al mismo tiempo que los transformaban en puras máquinas electorales sin vida interna, democracia ni principios (como el PSUV).
Si el Estado (y no las comunidades o el pueblo organizado) es el único que decide todo en nombre de todos y si el gobierno se identifica con ese Estado y se siente representante de todos (Cristina Kirchner repetía que representaba a 40 millones de argentinos, obreros, clasemedieros, capitalistas y lumpens), las bases del autoritarismo están listas. No es raro además que esos dirigentes que se creen ungidos por una mano divina y absolutamente irremplazables busquen ser perpetuamente reelegidos.
La burguesía no tiene el monopolio de la democracia. El movimiento obrero es democrático o no es tal y los movimientos de liberación étnica o nacional, para tener peso político, deben tener amplio consenso popular. El reeleccionismo y la transformación de dirigentes de masa en parlamentarios de larga carrera son por eso antidemocráticos y contrarios a los intereses de los trabajadores en general y, en particular, a la construcción colectiva de las bases del socialismo.
Si Moreno intentó establecer mejores relaciones que Correa con la izquierda socialista y ecologistas y con los indígenas y si encarceló por corrupto al vicepresidente Jorge Glass, que Correa le había dejado para controlarlo, no hizo más que cumplir con su mandato. Otra cosa es si hace demasiadas concesiones a la derecha ecuatoriana y mundial, lo que hasta ahora no se ha verificado y depende de la relación de fuerzas con las masas. Correa rompió su partido (Alianza PAÍS) para defender su posible retorno a la presidencia, no en nombre de principios.
El extractivismo, con Correa y con Moreno, es siempre el mismo. Difunde los valores del capitalismo que hace entrar en las comunidades campesinas e indígenas. Hipoteca el futuro al destruir no sólo el ambiente, sino también las relaciones comunales y comunitarias, de solidaridad, la democracia en las aldeas.
Como hizo Cristina Fernández de Kirchner, como hizo Evo Morales, como hace Nicolás Maduro, la apertura a la gran minería acelera el desastre ecológico y causa daños irreversibles, llevándose toda el agua y deforestando, mientras expropia a los campesinos su presente y su futuro. Ese extractivismo que destruye los suelos en el caso del monocultivo o de la explotación de bosques madereros y el ambiente en el de minería es enemigo de los pueblos y del socialismo futuro que no se podrá construir en desiertos

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