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lunes, 7 de mayo de 2018

Una tragedia y sus revelaciones


Eric Nepomuceno

A eso de la una y media de la mañana del martes, primero de mayo, uno de los marcos de la moderna arquitectura brasileña, un edificio de 24 pisos instalado en mediados de los años 60 junto a una plaza en el centro de Sao Paulo, que en la época todavía guardaba resquicios de elegancia, se desplomó de manera espectacular. En pocos minutos la estructura otrora elegante, de columnas de acero e inmensos ventanales de vidrio, se transformó en ruinas amontonadas y humeantes.
Unas cuatrocientas personas vivían en el edificio abandonado. Pasados tres días fue encontrado un cuerpo. Familiares de algunos de los residentes registraron otros cinco desaparecidos. Otros, de cuarenta y nueve. Como todo era precario, no se sabe cuántos de los registrados estaban en el edificio cuando la tragedia.
De manera igualmente espectacular, el desplome del edificio abandonado desde 2001, propiedad del gobierno federal y cedido por préstamo a la alcaldía de Sao Paulo reveló un desastre apenas mencionado y que se propaga por todo el país: eso que los técnicos le llaman déficit habitacional y que consiste, en términos concretos, de la clarísima muestra de hasta qué punto este es un país construido sobre los cimientos de una perversa desigualdad social. Por ejemplo: el mencionado déficit habitacional está calculado en casi ocho millones de viviendas. Tomándose por base el cálculo de una familia típica, eso significa que el problema alcanza a por lo menos 32 millones de brasileños.
Parte significativa de las casi ocho millones de familia comprometen la mitad de su renta (a veces, más) con alquiler. Son casi tres millones y medio, o sea, alrededor de 14 millones de brasileños. Un número similar de familias (y de brasileños) divide el mismo techo, en general viviendas de pequeñas dimensiones. Se calcula que un millón de familias, con sus cuatro millones de integrantes, viven en lugares precarios, y que 300 mil –un millón 200 mil brasileños– vivan amontonados en espacios ínfimos.
El edificio que se desplomó es un ejemplo contundente de una de las soluciones encontrada por parte de los sin techo, principalmente en las grandes ciudades: invadir construcciones abandonadas. Las otras salidas, más tradicionales, son construir en locales de alto riesgo (las favelas) o invadir terrenos públicos o privados.
Solamente en Sao Paulo, mayor ciudad sudamericana y una de las más habitadas del mundo, se calcula que 30 por ciento de la población –12 millones y medio de habitantes– viven en situación precaria o muy precaria. Eso significa tres millones 700 mil personas. Esa situación se repite a lo largo y a lo ancho de todo el país. No hay cálculo seguro sobre el número de edificios y construcciones ocupadas irregularmente, o sea, directamente invadidas, en Sao Paulo o Río de Janeiro. Se estima que serán, sumadas las dos mayores ciudades brasileñas, por lo menos 400 edificaciones.
La vida en los espacios abandonados e invadidos es brutal. Sus habitantes tienen trabajos precarios y ocasionales, y tratan de organizarse para sobrevivir en condiciones de extrema precariedad.
Ese es el retrato de un país desigual, donde seis brasileños ostentan patrimonios de miles de millones de dólares y una renta que corresponde a la de 60 por ciento del resto de la población, o sea 120 millones de almas. Seis ganan lo mismo que la suma de 120 millones.
Hubo, es verdad, una visible mejora en la situación habitacional de miles de brasileños en años recientes, cuando se implantó en Brasil el programa Mi Casa, mi vida, una de las banderas del segundo mandato de Lula da Silva y que luego fue fuertemente impulsado por Dilma Rousseff, destituida hace dos años para dar lugar a Michel Temer.
Pero como todo lo que hace el gobierno golpista instalado desde entonces, el programa entró en deterioro, y con la situación económica en pleno retroceso y el desempleo en pleno avance, la crisis de vivienda explotó.
El abrupto y brutal corte en gastos públicos y en los programas sociales –sumado a la indiferencia tanto de autoridades como de la opinión pública en general sobre la falta de un techo digno para millones de brasileños, al amparo de la criminalización de parte de los medios hegemónicos de comunicación contra los desesperados que ocupan edificios vacíos y abandonado–, todo eso traza un panorama sombrío para el futuro.
En un país de desigualdades históricas de perversidad astronómica, el desplome del edificio que un día fue hermoso trae una revelación: fue y es la metáfora perfecta de otro desplome, el de un país tomado por una pandilla de bucaneros egoístas e irresponsables, encabezado por un presidente que no preside, por un Congreso que no legisla y por un Poder Judicial justiciero.

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